Metamphynus baalis

Obra de Julian Bonequi

por Iliana Vargas

I

Por tercera vez durante cuarenta minutos, Olga daba vueltas entre la sala y la cocina buscando los anteojos. Era extraña su manera de buscar las cosas, pues aunque ya hubiera revisado dos o tres veces en el mismo lugar, lo volvía a hacer sabiendo que no encontraría nada. Para concentrarse mejor, subía el volumen de la música que estaba escuchando [estridente ya de por sí]. Pero nada. Los anteojos esta vez parecían haber desaparecido. Angustiada porque sin ellos no podría hacer la mayor parte de las actividades planificadas para ese día, se recostó un momento a lado de la puerta de entrada, donde sentía que el aire rozaba directamente su cuerpo [al menos más que por la ventana, donde las oleadas eran siempre breves y tibias]. Entonces escuchó los golpes.

Se sobresaltó un poco, porque siempre que se visita a alguien, se toca el timbre y no la puerta –a golpes– de la casa en cuestión. La extrañeza que sentía al saber que había alguien allá afuera era doble porque casi nadie llegaba hasta ese extremo del pueblo para ir a buscarla. Pensó que si no se movía, quienquiera que estuviera del otro lado de la puerta se iría pronto. Pero después de cinco minutos, algo dentro de su pecho empezó a tensarse, como si supiera que la inmovilidad era algo poco natural en esa posición. Los golpes seguían, cada vez más desesperados, y esa insistencia le produjo un choque eléctrico que le recorrió las vértebras, obligándola a levantarse y abrir, con violencia, la puerta.

– ¿Qué te pasa? ¿Por qué pegas así? ¿Qué no ves el timbre?

– ¡Lo he tocado ya muchas veces, pero quizá usted no lo ha escuchado! ¡Yo oigo perfectamente lo que suena ahí dentro! –dijo El Visitante, casi a gritos.

Olga se le quedó viendo, callada, atendiendo al sonido más que a él. Veinte segundos bastaron para darse cuenta de que los ruidos provenientes del estéreo envolvían no sólo todo el espacio tras su espalda, sino el jardín entero y la enramada que llevaba al pueblo.

– ¡Aaaaah…! A ver, espera, voy a bajar el volumen.

Pero él la tomó del brazo y le dijo que lo escuchara primero, antes de volver a entrar.

– Usted no me conoce, pero creo que debería asomarse a la habitación del primer piso de su casa y sacar de ahí al bisonte que acaba de entrar por la ventana.

– ¿Un bisonte?

– Es un bebé bisonte, no se asuste.

– ¿Pero qué tiene que hacer un bisonte –grande o chico– aquí, a la orilla de un acantilado patagónico, donde pega el aire térmico más denso del Sur del mundo?

– ¡Ah! Eso quisiera yo explicarle. Mire, esa especie de bisonte no es muy popular; de hecho sólo existen tres en el Cuadrante Cósmico Oriente, y usted tuvo la mala fortuna de encontrarse en las coordenadas donde ubicaron a Luly… así se llama…

Olga lo interrumpió con una mirada brusca, inquisitiva.

– No, a ver, espera. Más raro que rondar una zona por donde sólo se puede pasear de noche, lo que yo me pregunto es cómo hizo un bebé bisonte para subir al primer piso de mi casa y entrar por la ventana.

–  Justo eso es lo que estaba…

– ¡No! ¡Espera! En realidad, lo que no entiendo es para qué carajos va a querer entrar un bebé bisonte a mi cuarto, y cómo sabes que es un bebé y que trepó hasta ahí. Digamos… Si lo estás viendo trepar, ¿por qué no lo detienes, aventándole una piedra, o asustándolo a gritos, o algo? Y en vez de eso esperas hasta que esté dentro y entonces sí tocas la puerta, como desquiciado, sin pensar…

– Ahora espéreme usted a mí. No hay necesidad de exaltarse tanto. Bueno, es natural dada la situación; pero me parece que si escuchara lo que intento explicarle acerca de ese bebé bisonte, comprendería mejor por qué sólo debe subir y animarlo a salir de ahí, ofreciéndole un pedazo de carne roja cruda marinada en miel. Yo le ayudo a prepararla si quiere, señorita… ¿Cómo se llama?

El Visitante se animó a dar un paso, con la intención de cruzar el umbral de la puerta, pero Olga se le adelantó, saliendo al jardín y haciéndole un gesto con la cabeza, para que volteara hacia arriba:    

– Soy Olga… Me hablas como si te diera lo mismo que ahora yo te dijera “¡Mira, un tiburón atraviesa el cielo tragándose todas las nubes!”.

El Visitante se quedó callado, pensativo. El fondo del cielo se abrió de pronto ante sus  ojos y, sin poder evitarlo, sostuvo la mirada allá arriba, el tiempo suficiente para visualizar cualquier atrocidad entre  las nubes.

– Satisfacer el hambre de un tiburón debe ser mucho más terrible que lo que hay que hacer con el bebé bisonte. Y en realidad no es tan complicado –dijo El Visitante, mientras se asomaba al interior de la casa, decidido a entrar–, a menos que usted esté embarazada.

– ¿Embarazada?

– Sí. Si usted está embarazada, el bebé bisonte no se irá hasta que el feto muera y pueda sorberlo a través de su ombligo.

II

Entraron directo a la cocina. La música había terminado hacía rato, y era más fácil distinguir los ruidos dentro y fuera de la casa. En particular, estaban atentos a los movimientos que se adivinaban en el piso de arriba: el bebé bisonte parecía estar dando vueltas alrededor de la cama, pero los intervalos de sus pasos denotaban una pausa muy larga justo cuando llegaba a la cabecera… Es como si se detuviera a inspeccionar la almohada y luego siguiera adelante, pensaba Olga, sin apartar la mirada del techo, justo hacia el punto donde se encontraba su habitación, allá arriba.

– ¿Qué estará buscando el bicho ése en mi cuarto?

– Usted no sabe la cantidad de información que se desprende de su cuerpo mientras duerme, señorita Olga… Un bebé bisonte de la especie Metamphynus baalis es capaz de distinguir los humores fertilizados de las mujeres en los restos del sueño, y no me refiero tan sólo a la saliva, el sudor o los cabellos que se desprenden durante esos lapsos de inconsciencia, sino a lo que su cuerpo onírico exuda: muchas veces, la vida que transcurre en duermevela no llega a manifestarse en la vigilia, a la luz del día, pero algunos de sus pasajes suelen detonar sucesos que ocurren cuando usted despierta. O viceversa. En este caso, si usted está embarazada y aún no es consciente de ello, el bebé bisonte lo descubrirá después de olfatear o lamer tales exudaciones expuestas, evidentemente, en las sábanas y la almohada de su cama.

– Y si lo estoy, querrá pegárseme al ombligo y tragarse por ahí al óvulo fecundado… Es como si él supiera…

– Exacto: que usted no desea un hijo.

– Pero no me he realizado ninguna prueba… ¿Qué tal que no estoy embarazada y el bebé bisonte termina por sorberme el estómago y las vísceras; o le hacen daño mis jugos gástricos?

– Sólo hay una forma de averiguarlo. A ver, dígame una cosa: ¿usted ha expuesto su organismo al riesgo de ser incubado?

Ambos se quedaron en silencio, mirándose.

– Sí. Pero se suponía que el Exoesqueleto no quería eso. Ni yo. Ya sabes que sólo cuando ambos organismos comparten la visión reproductiva al momento del acto sexual, se puede dar una fertilización híbrida. De otra forma, no es posible que la información genética de ambas especies se configure en una sola… ¿Y entonces?

– Pues en este caso, el inconsciente de alguno de ustedes –o de ambos– transgredió los límites entre las leyes racionales de este mundo y las leyes naturales de alguno –o varios– mundos espejo.

– Pero yo no quiero un hijo. Nunca lo he querido; ni en esta vida ni en ninguna otra… No tiene sentido.

– Sí y no, señorita Olga: por eso el bebé bisonte está aquí.   

III

El silencio les hizo interrumpir la conversación. Al parecer, todo había vuelto a la calma allá arriba. Se miraron un momento y El Visitante hizo un gesto con la cabeza, indicándole que fueran a ver. Sin embargo, justo cuando iban a abrir la puerta de la cocina, él la tomó del brazo, deteniéndola otra vez, pero ahora con más fuerza. Un bramido como de agua borboteando era todo lo que se escuchaba, y ese todo, indicaba sólo una cosa: el bebé bisonte preparaba el camino entre sus fauces, su tráquea y su flora intestinal, asegurándose de salivar y humedecer bien la lengua y los labios de su inmenso hocico.

– Es importante que usted no tenga miedo. El bisonte, de cerca, le parecerá más grande de lo que es, y el proceso será incómodo, pero no dolerá. Si le teme, el bebé bisonte recibirá una señal confusa entre lo que debe y no debe hacer, y…

– ¿Y? ¿Has estado presente otras veces, mientras esto sucede, como ahora? No me has dicho qué pasará con mi organismo después de esto. ¡¿Cómo me pides que no tenga miedo ante un bisonte succionador?!

– Es la primera vez que una Incubada me abre la puerta y me escucha. Yo sólo he leído sobre estas cosas, y deseo atestiguarlo desde hace años. Pero no… nunca…

– ¿Y los textos? ¡¿Qué dicen los textos; cuáles son los resultados?!

– ¡No lo sé…! Siempre se habla de la culminación exitosa de este proceso; de lo bien que funciona el instinto del bebé bisonte; de lo importante que es no interponerse en su labor; de la necesidad de evitar el término de cualquier fertilización no deseada; de…

El Visitante no pudo decir más al ver la enorme cabeza del bebé bisonte que asomaba ya por la puerta de la cocina. Olga comprendió que aquello de bebé, como siempre, obedecía a una noción distinta dependiendo de la especie y del mundo espejo del que provenía. Intentó controlar la impresión de que el inmenso animal la tragaría entera, pero su reacción al miedo fue curiosa: empezó a escupir todos los dientes delanteros en la palma de su mano y se los entregó a El Visitante, para que tuviera constancia de lo que estaba a punto de atestiguar por primera, y quizá, única vez. 

Iliana Vargas (Ciudad de México, 1978). Estudió Letras Hispánicas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Narradora de ficción especulativa, es autora de Joni Munn y otras alteraciones del psicosoma (2012); Magnetofónica (2015) y Habitantes del aire caníbal (2017). Formó parte de The Mexicanx Initiative, para participar en la WorldCon76, en San José California. 

Este cuento fue editado por Diana Vela Almeida.

Este cuento es parte de Not afraid of the ruins, nuestra serie de ciencia ficción e imaginaciones utópicas.